sábado, junio 20, 2009

Off topic: Para hoy un cuento original

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Todo movimiento es cacería

 por  María Teresa Andruetto

 
  El universo es un oscuro claro
  andante bosque/ donde todo
  movimiento es cacería.
  Amelia Biagioni. 


  Diana había redactado el aviso cuatro noches atrás, mientras Galia decoraba la casa y Verena diseñaba los detalles del menú. Desde el comienzo fue así: Verena se ocupaba de los asuntos de cocina y de la maceración de las carnes con adobos y pesadumbres que había aprendido a preparar en las Misiones Africanas. También Galia colaboraba a veces en la preparación de los platos, aunque no del plato fuerte; con ése sólo se animaba Verena, que había estado en Boca do Acre y a orillas del río Das Mortes y llegó una vez hasta Niamey para aprender entre salvajes -casi muerta bajo el sol- a condimentar carnes de caza.

  Galia había vivido algunas temporadas en Matadi, Katanga y Port Etienne. Diana, en cambio, sólo había realizado en una ocasión un crucero por Molucas y -ya embarcada en el proyecto- recorrió Tricomalee y Calamianes con el propósito de perfeccionarse en modos de acceso a la presa; pero ninguna aprendió a cocinar como Verena. Eso, la habilidad que Verena desplegaba en la cocina, llevó a Diana a ocuparse de las relaciones públicas y las cuestiones de la caza intensa, febril- e hizo que Galia, que tenía un gusto refinado y estaba emparentada con lo más granado de Buenos Aires, se encargara de la decoración de las salas, así como de la atención personalizada a las clientas, que era el sello distintivo del club.

  Las tres habían anhelado ser otras. Lo habían deseado intensamente pero, como en el poema que Diana más amaba, el laberinto múltiple de pasos que sus días tejieron desde un día de la niñez, acabó por llevarlas a esa decisión. Siempre habían sido mujeres enérgicas, ávidas de conocer tradiciones insólitas, costumbres que alguna vez acabarían por serles de provecho; pero fue Galia la de la idea, la que convocó a sus amigas de la niñez, a comienzos de los ochenta, para fundar el club. Antes de eso, las tres habían militado en movimientos de mujeres y era esto, más que ninguna otra cosa, lo que dotaba de sustento al proyecto.

  Juntas decidieron, desde los inicios, enmascarar las actividades bajo la forma de un servicio de acompañantes gordas, y ese encuadre, lo comprobaron enseguida, resultó inmejorable; pero no era un servicio de acompañantes, en realidad se trataba de un club, con socias, pago riguroso de cuotas, ritos de iniciación y ceremonias de pasaje, que tenía, entre otras comodidades, sauna, salón de belleza, sala de masajes y, como razón de ser, un restaurante exclusivo. Si alguien llamaba buscando una gorda o si, aunque más no fuera solapadamente, dejaba traslucir su deseo de encontrarla, ellas ponían en acción la maquinaria. Así funcionaron durante meses, de un modo privado, secreto, para satisfacer la demanda de amigas o conocidas, hasta que la materia prima resultó insuficiente y se vieron obligadas a publicar avisos. 

  El aviso decía: Acompañantes gordas. Gordas dispuestas a todo. A Diana le pareció que sonaba bien y que muchos se iban a interesar en la oferta. Las tres habían descubierto mucho tiempo atrás la existencia de hombres a los que les gustan las mujeres gordas y que se colocan frente a esto a medio camino entre un fetichista y un voyeur. Pero al cumplir cuarenta, descubrieron las delicias de la vida sibarítica e hicieron un plan riguroso de comidas donde no faltaban las macadamias ni los cocos, ni las castañas de cajú, ni las salsas espesadas con crema, con el propósito de engordar en un año no menos de sesenta kilos. Subir de peso, subir tal cantidad, no fue -como lo creyeron en un comienzo- tarea fácil. Cada una a su manera se había pasado veinte años haciendo dieta, a la pesca de amores perdurables; hasta que les nació la conciencia y decidieron dar un vuelco en sus vidas, mudar todo eso por las almendras, los choco- lates, los licuados de banana con leche y los especiales de jamón crudo con manteca. Una vez libradas del rigor de la balanza, abiertas las compuertas para engordar sin límites, subieron rápidamente entre veinte y treinta kilos y se estancaron ahí, sin encontrar el modo de subir las cuentas a sesenta, setenta kilos, que era lo que necesitaban para ponerse en forma, iniciar el servicio de acompañantes y abrir el club a la clientela.

  Probaron con pasta de avellanas y miel durante el desayuno. Se acostumbraron a interrumpir la noche con entremeses. Ponían los despertadores a las tres, a las cinco y a las siete, y manoteaban a oscuras los bombones de licor, las trufas, el chocolate en rama que habían dejado sobre las mesitas de noche. Devoraban en las mañanas aceitunas negras, provolone, panes untados con pasta de anchoas, con paté, con roquefort, con manteca, y se atiborraban de chicharrón que la mucama les traía del campo.

  Se habían propuesto subir no menos de tres kilos por semana para que los preparativos de apertura no se demoraran, de modo que en meses -a lo sumo un año- estuvieran en condiciones de abrir un comedor que se convirtiera en el atractivo fundamental, el non plus ultra del club. Pero lo que en un comienzo pareció de extrema facilidad, terminó siendo una empresa que les llevaba mucho más tiempo y esfuerzo de lo previsto.

  Sólo cuando decidieron comer aquellas carnes de caza, engordaron lo  necesario, obtuvieron el peso que indicaban los manuales y alcanzaron un grado  extraño de belleza -de tersura en la piel y en los ojos- y esa mirada salvaje que  promueven los avisos publicitarios y que se convirtió en el atractivo más  conspicuo del club.

  Acordaron en llamar al plato el manjar prohibido, aunque en la carta figuraba como Carnes rojas de caza a las finas hierbas. Verena lo había probado por primera vez en el Congo Belga y más tarde conoció otras versiones en Guinea Konacry y en Niger; desde entonces hizo infinitas combinaciones de ingredientes y condimentos hasta dar con el sabor que lo caracterizaba, un sabor contundente pero a la vez delicado que las socias sabrían apreciar. Consiguieron cierta tarde una pieza de carne, ensayaron una versión con canela y decidieron enseguida que ese ingrediente solo no quedaba bien, pero que el plato necesitaba una pizca, y que el limón no debía ser demasiado porque su acidez opacaba el elemento base. Cada ingrediente –se tratara de salvia, estragón o marsala– necesitaba sucesivas degustaciones que fueron llevándolas, casi sin que ellas se dieran cuenta, al peso necesario. El estragón, lo supieron enseguida, no era condimento para un plato como éste: se trataba de una hierba para preparados suaves, verduras, pescados tal vez, nunca le iría bien a una comida fuerte como la que estaban buscando. La primera en advertirlo fue Galia, quien descubrió que el romero era la aromática adecuada porque su sabor definido competía bien con la carne, y que la páprika y el jengibre le aportaban una nota exótica y, por sobre todo, exaltaban y volvían inconfundibles los elementos. Fue también Galia quien advirtió que los acompañamientos mejores eran los chutneys -en especial el de peras- y la salsa de ciruelas, que tanto le iba bien a esta carne como al cerdo; y ella la primera en descubrir que degustando las numerosas pruebas de cocina habían engordado más que con los bombones, el chocolate en rama y la nuttela que hacían traer en cantidades desde Milán.

  Estaban dispuestas a tomarse todo el tiempo que hiciera falta antes de abrir ese restaurante exclusivo, para mujeres cuidadosamente seleccionadas, pero luego de aquel descubrimiento, no fue necesario esperar demasiado porque los hechos se deslizaron con absoluta naturalidad. Al cabo de meses, cada una engordó más de ochenta kilos y entonces, alcanzados los requisitos que fijaba el reglamento, trataron de favorecer, poco a poco, una costumbre, un modo de encauzar los impulsos, de llevar a los hombres hacia ellas que estaban ávidas y querían comenzar a darse algunos gustos.

  Esa mañana hubo desde temprano algunos llamados -casi todos de proveedores- que nada tenían que ver con el asunto, hasta que la secretaria dijo que hablaban por el aviso y le pasó el teléfono a Diana. Cuando alguien pedía una gorda, o ellas sospechaban que tras una conversación cualquiera había algún interés de ese tipo, comenzaba a tejerse la urdimbre. Se trataba siempre de un procedimiento minucioso, porque había que pasar el cedazo, acometer un proceso delicado de selección hasta depurar la demanda y quedarse sólo con los hombres de necesidades más ancestrales. Lo primero era una larga conversación telefónica para aclarar dudas y averiguar de qué naturaleza era el deseo, porque si de algo se jactaban era de satisfacer plenamente a la clientela. Una vez hechos los arreglos tele- fónicos, venía una primera aproximación, que a veces era la definitiva, con un cuestionario que incluía ciertos tópicos, recaudos como averiguar si estaban casados o si tenían viva a la madre (ésa era la pregunta más viscosa); averiguaciones que parecían sin sentido y que sin embargo eran de una importancia medular. Después todo derivaba en una especie de calentamiento y, si el cliente respondía bien, si tenía -como ellas esperaban- un deseo fuera de control, entonces Diana acordaba un encuentro íntimo. Había mucho de gratuidad en esos hechos (aunque un poco de dinero siempre fue necesario para la recuperación de lo invertido) y las cosas funcionaban entre ellas como en una cofradía, con una convicción similar a la de los poetas más extravagantes o a la de los miembros de una comunidad religiosa. Para decirlo de otro modo, ellas comprendieron pronto que la belleza es siempre horrorosa. No por casualidad, el lema del club era un apotegma de Nietzsche escrito en letras góticas sobre la puerta de ingreso al restaurante: Que todo te acontezca, lo bello y lo terrible. Ellas habían llevado el respeto por esa frase hasta lo absoluto, se la habían hecho sentir vivamente a cada uno de los ejemplares seducidos. Que no pensaban aceptar peleles, que buscaban hombres hechos y derechos, fue algo que acordaron desde el primer momento; los débiles, los pusilánimes, no eran destinatarios dignos de sus esfuerzos. La misión que llevaban a cabo -lo pensaron alguna vez- se asemejaba más bien a un deporte, a la pesca de la trucha por ejemplo, donde la habilidad de la presa, su resistencia, acrecienta el placer del pescador. Y por paradójico que parezca, era eso lo que los hacía caer en la red: nadie deseaba ser menos, todos se vanagloriaban de la cantidad de mujeres que habían tenido, algunos llegaron a decir que en la colección sólo les faltaba una gorda, y se regodeaban con detalles de mal gusto sobre el estado en que habían quedado las mujeres seducidas, o contaban mentiras que a ellas las sacaban de quicio, como eso de que nadie los comprendía y menos aun las madres de sus hijos.

  El servicio de acompañantes estaba compuesto, en principio, sólo por las  dueñas, aunque en algunas ocasiones -si era necesario- se agregaban las socias  del club, mujeres de gordura incipiente o ya considerablemente gordas,    destinatarias genuinas del proyecto reclutadas desde hacía tiempo para la causa. 
  El hombre le dijo a Diana que quería contratar a una gorda. Cuando ella  preguntó medidas que le interesaban, modos de acceso carnal preferidos, datos  de su historia con gordas, experiencias previas con bulímicas, anoréxicas y  mujeres con otras alteraciones de la conducta alimentaria, él trastabilló, dijo que  nunca había pensado que tendría que dar tantas explicaciones. Ella le aclaró que  todas las preguntas se formulaban con el propósito de ofrecer un servicio mejor,  lo más ajustado posible a las necesidades de cada cliente, y entonces él se  despachó con la primera confesión: está casado con una mujer que come sólo  pomelo y queso senda y hace seis horas diarias de bicicleta fija. Después   carraspeó nerviosamente y dijo que siempre había querido ver cómo come una   gorda; dijo también otras cosas, las que dicen todos, ella ya está acostumbrada. 

  Diana percibió enseguida que ese hombre era un puerco, como casi todos los que llamaban buscando gordas. Él pronunció frases que ella registró cuidadosamente en su memoria, aunque después no tuvo ganas de reproducirlas ante sus socias; dijo también que estaba buscando esto desde hacía meses y finalmente le preguntó cuánto cobraban por el servicio; entonces ella supo que él había caído en la red. No le extraña que le pregunte cuánto pesa, porque él no conoce los contratos, pero el cumplimiento de las reglas es estricto: ella jamás, de ninguna manera, dirá los kilos; sabe muy bien que esa negativa estimula el deseo. Él hizo un silencio extremo del otro lado de la línea, hasta que ella mencionó las ofertas especiales para hombres vinculados con anoréxicas, y fue eso lo que lo decidió.

  Diana lo citó en la Confitería del Molino; dijo que iba a estar allí a las siete y que pediría un té. Cuando él cuelga, ella va a su dormitorio y busca la ropa interior hecha a medida, de calidad especial, con encaje de trama abierta. Se fija si están bien los breteles del corpiño, si son lo suficientemente fuertes, porque algunos hacen gala de torpeza. Elige con cuidado lo que va a ponerse; se prueba el bahiano malva, el palazzo y el spolverino color lila, pero se decide por el solero turquesa porque sabe que a esos hombres les gustan las emociones fuertes, los colores subidos, los escotes sobre la carne blanca.  

  Hay tres mesas ocupadas a esa hora de la tarde, en la Confitería del  Molino; desde una de ellas un hombre delgado, insignificante, la mira. El   hombre le manda a Diana, con el mozo, un papelito; el papelito dice que pida  algo, lo que quiera. A Diana le encantan las tartas, sobre todo la de castañas, y  pide una porción. La come voluptuosamente. El hombre escribe que coma más,  que siga comiendo. A ella le gustan las tortas que hay en la vitrina: una isla  flotante, una de crema moka, una selva negra, una tarta de coco. El mozo  sugiere la de coco, le recuerda que es la especialidad de la casa; pero Diana  contesta que la de coco no, una mil hojas será mejor, porque puede lamerle el  dulce de leche.

  Ella sabe que debe continuar con ese juego hasta el final, que tiene   que seguir excitándolo, introducir en él la falta de ella hasta el extremo de  llevárselo al club. Él le pide que coma con las manos y se chupe los dedos, y   que cuando se chupe los dedos lo mire a él. Ella dice que para chuparse los  dedos es otro precio, que eso tiene una sobretasa; pero hace sin embargo lo que  él le pide, lo deja ganar. 

  Más tarde el hombre ordena que vaya al baño y se suelte la faja, porque  a él no le gustan las gordas atadas. Ella va al baño, se quita la faja y respira con  libertad: no está mal que alguien la quiera así. Por un momento algo la cruza,  un muchacho que conoció cuando iba a segundo año del bachiller; pero se  sacude pronto ese sentimiento, nada debe sacarla de la causa que abrazó, de los  propósitos que se han trazado en el club. Se mira en el espejo y se pasa la  lengua por los labios; luego se apoya contra la pared, baja lentamente la mano  por las carnes sueltas, y sigue hacia abajo, hasta la raja húmeda –es roja como  una flor de carne– pensando en aquel muchacho que se llamaba Pablo y en la  tarde en que le hizo el amor, tras un tejido donde trepaban esas flores blancas  que se llaman Damas de la Noche. Sabe que allá afuera, sentado en el salón,  está el hombre que la contrató y le paga para que ella llegue a esto y se lo diga.
  Es lo que hace, sale del baño, va hasta la mesa y se sienta, anota en un papel lo  que ha hecho, escribe que lo hizo por él, pensando en él, y que por favor la  lleve a algún sitio donde puedan estar solos.

  Él se acerca a la mesa, se sienta frente a ella, y dice sonriendo que ha pagado para mirarla comer -eso es lo convenido- pero que aceptaría ver cómo se desviste, cómo queda en ropa interior. Ella entiende rápidamente que las cosas están llegando al punto buscado, un punto sin retorno. Por el camino él intenta tocarla, pero ella no se deja; después el hombre pregunta cosas, lo que preguntan todos. A Diana, la gente de esa calaña, con sus averiguaciones y zalamerías, la agota; no siempre contesta, pero esta vez dice algo parecido a la verdad: las dueñas del negocio son tres, las demás son socias y se trata de un sitio exclusivo para mujeres. Lo dijo porque el hombre le inspiraba cierta confianza; después, como al pasar, agregó que incursionaban en formas de placer poco usadas, algunas –creía ella- exclusivas de la casa, ya que no figuraban ni en el Kama Sutra.

  Diana lo vio acomodarse en el asiento, acaso satisfecho; luego él le tomó la mano y empezó a babeársela. Quedaba tan ridículo, ahí, hundido casi contra su costado, como si se tratara de un muñeco. Se lo imaginó encima: un monigote sobre su cuerpo enorme, intentando satisfacerla. Después él empezó  a hablar, no paró de decir que su mujer estaba internada, que siempre había  sido selectiva con la comida, que cocinaba sin aceite en sartenes de teflón yque cuando se salía de la dieta se castigaba con cien flexiones paracompensar, pero que hasta el día en que la llevaron de urgencia al hospital, niél ni nadie se habían dado cuenta de que hacía seis horas de bicicleta diaria y estaba terminada de flaca. Dijo también que no sospechaba siquiera cómo iban a acabar las cosas, pero que se le dieron las reverendas ganas de acostarse con una gorda bien gorda porque se merecía una revancha, y eufórico descargó una mano sobre la pierna de Diana. Ella corrió delicadamente la mano hasta el muslo de él y ahí la dejó, entonces contestó que también para ella iba a ser un gusto.  

  El salón era un lugar aséptico que recordaba vagamente a un hospital;  tenía un gran sofá blanco, una chaise longue, algunos almohadones en el suelo  y grandes ventanales que daban a patios interiores y estaban cubiertos por  gruesas cortinas también blancas. Sólo una alfombra de ratán y algunas   artesanías orientales daban cuenta de los viajes y de la rica experiencia de sus  dueñas. 

  Diana empujó delicadamente al hombre hacia el sofá, le sirvió una copa y puso música. El amor brujo era lo apropiado. Tenían infinitas grabaciones, pero esta vez puso un trío de mujeres, una versión poco ortodoxa que tenía por fondo un delicioso diálogo de flautas. Se desabrochó el solero y lo puso sobre la chaise longue; después se quitó el corpiño y asomaron, libres al fin, las tetas, los pezones claros de las que nunca dieron de mamar, y la bombacha de encaje rojo hundida bajo una sobrefalda de carnes lechosas. Entonces bailó para él y dejó que la mirara: se supo hermosa, como una modelo de Botero. Había aprendido a bailar en los carnavales de Río, cuando pasaba el verano en las playas en busca de pique, porque en aquel tiempo le interesaba la pesca, no como ahora que se dedica a la caza.

  Cuando se acercó más de la cuenta, Diana percibió el paso del miedo por los ojos de él, pero anuló toda resistencia mirándolo con intensidad y pidiéndole que tuviera coraje porque lo que venía era, realmente, el plato fuerte. Él intentó sobreponerse al contacto de una lengua extrañamente dulce sobre su sexo, aunque se podía ver a todas luces el esfuerzo que hacía para mantener la dignidad, hasta que ella avanzó tanto que él no pudo más que entregarse.

  Diana le sacó lo que le quedaba de ropa -una camisa a rayas– y se le subió encima. Él apenas pudo balbucear que le hacía daño. Poco después, sofocado, se animó a decir que le faltaba el aire; y apenas más tarde, le rogó, con la voz entrecortada, que se bajara porque lo asfixiaba, pero ella siguió sobre él, cada vez más fuerte y, cuando estaba a punto de gozar, le tapó la boca para no oír los gemidos. Así fue como los dos coincidieron en sus estremecimientos. 

  Sólo cuando supo que el hombre estaba inerte, ella se bajó e hizo sonar el timbre. Galia abrió tímidamente la puerta y preguntó con su vocecita de niña, apenas audible: ¿Ya está?

  Todavía desnuda, extenuada, Diana dijo que sí con la cabeza y entonces Galia le dejó paso a Verena. Con los ojos vidriosos, Verena caminó hacia el sofá donde estaba el cuerpo caliente del hombre. Se arrodilló a sus pies y abrió el maletín de badana gris. Desenvainó los cuchillos de acero damasquino comprados en Toledo y los limpió minuciosamente, uno por uno, con una gasa. Después, comenzó el trabajo. No había tiempo que perder, porque estaban sin mercadería desde la semana anterior. Era necesario faenar pronto, dejar orear el cuerpo al sereno durante toda la noche, y preparar la comida para la cena del sábado, que es siempre la de mayor demanda. 


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